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Los escraches y el contrato social

Pese a su apariencia de anglicismo, “escrache” es una palabra de origen romance, con antecedentes castizos, rescatada desde el español riopl...

Pese a su apariencia de anglicismo, “escrache” es una palabra de origen romance, con antecedentes castizos, rescatada desde el español rioplatense para referirse a manifestaciones populares de protesta pública más o menos espontáneas, dirigidas contra políticos corruptos o indeseables.
La práctica ciudadana está adquiriendo carta de naturaleza y comienza a inquietar a sus víctimas de manera evidente.
María Dolores de Cospedal califica estas prácticas como contrarias a los derechos fundamentales, afirma que violentan el voto, y busca un burdo parangón con el nazismo más puro.
Su reacción es una prueba más de la mediocridad intelectual y moral que adorna a nuestros dirigentes, y tal vez merezca alguna consideración histórica para encuadrarla como conviene.
En primer término, no está de más recordar que la democracia como sistema político y de convivencia es algo más que un sistema electoral.

El derecho de sufragio activo y pasivo es una parte relevante del sistema democrático, pero no es el sistema democrático. Si el “voto” es inviolable, como cree la señora De Cospedal, en lugar de criticar al nazismo, debería defenderlo ‒al igual que a la memoria de Hugo Chaves‒, pues Hitler subió al poder con la legitimidad de los votos.
Nadie con una mínima catadura moral habría deslegitimado la resistencia activa y violenta contra el nazismo, a pesar de los votos. Luego, convendrá conmigo la señora De Cospedal que el voto no es inviolable.
Paz socialLa democracia exige la paz social y atribuye el monopolio del uso de la violencia al Estado únicamente si responde a un Estado social y democrático de Derecho, que es algo más que un sistema electoral.
El contrato social es la base de la exclusión de la violencia, el elemento que atribuye legitimidad al poder. Así lo expuso en 1762 un tal Jean Jacques Rousseau, unos lustros antes de la Revolución Francesa.
La Revolución Francesa fue el inicio del mundo moderno, el principio del fin del Antiguo Régimen y de la sociedad estamental medieval. Nadie puede negar que fue un acontecimiento histórico positivo en la evolución de la humanidad y en las conquista de la justicia social. Se anunció con escraches, que fueron ignorados por los reyes. Luis XVI, un hombre bonachón, cazaba en Rambouillet ‒entonces Botswana quedaba muy lejos‒ ajeno a las calamidades de los habitantes de París (¿les suena?).
El país estaba arruinado por una crisis financiera provocada por la guerra americana (¿les suena?) y el pueblo pasaba hambre mientras banqueros y ricos retenían el trigo almacenado en sus silos (¿les suena?).
Los escraches fueron creciendo de tono hasta que una muchedumbre asaltó La Bastilla y destripó a bayonetazos al gobernador Launey antes de ensartar su cabeza en una pica. Todo el largo proceso que se produjo después estuvo jalonado por actos violentos y horrores sinnúmero.
La decapitación de los reyes fue algo amable en comparación con lo que hubieron de sufrir otras víctimas inocentes. Pienso en madame de Lamballe, camarera de la reina, dulce y bienintencionada, a quien los revolucionarios torturaron durante horas. Le arrancaron los pezones a mordiscos, la reanimaban de sus desmayos para que se horrorizara con su suplicio, mojaban pan en sus heridas y se lo comían, la despedazaron y pasearon su cabeza en una horqueta, peinada y maquillada.
No, señora De Cospedal, por desgracia las revoluciones siempre son sangrientas y violentas y no resultan deseables. Pero la historia nos demuestra que no fueron un capricho de los revolucionarios, sino la consecuencia necesaria de los actos de un gobierno injusto.
Marcha hacia Versalles el 5 de octubre de 1879 (un escrache amenazador protagonizado por mujeres)
Marcha hacia Versalles el 5 de octubre de 1879 (un escrache amenazador protagonizado por mujeres).
Paso adelanteLa Revolución Francesa, pese a todo, fue un paso adelante en la civilización, y la fiesta nacional de Francia conmemora el 14 de julio. No dio lugar de forma inmediata al contrato social, que requeriría aún las convulsas experiencias de todo el siglo XIX.
La emancipación de la clase trabajadora, de los siervos de la gleba, vino de la mano de los movimientos sociales, de la International Socialista, de una lucha obrera que desembocaría en la primera mitad del siglo XX en la Revolución rusa o en la guerra civil española, sin ir más lejos.
La primera Guerra Mundial había acabado por fin con el Antiguo Régimen de monarquías familiares, y la Segunda Guerra alumbró, además de la guerra fría, el definitivo Estado social, la verdadera firma del contrato social. El socialismo, a cuya lucha debemos tanto, se hizo “democrático” y renunció a su ideario marxista. El pacto era sencillo: “admitimos el capitalismo y el libre mercado siempre que se garanticen la igualdad de oportunidades, la justicia social y el bienestar de los ciudadanos”. Fue un pacto arriesgado…
El contrato social se ha roto. El artículo 1 de la Constitución Española proclama una soberanía popular que ya no existe. El voto popular no determina el poder. La soberanía radica ahora en los acreedores del Estado, en los lobbies financieros que manejan los hilos de políticos corruptos o compinches o, en el mejor de los casos, marionetas con cerebro de madera.
La desregulación del mercado financiero, la codicia de una clase económica y política dominante, ha condenado al pueblo al sufrimiento. En busca de nuevos yacimientos, desmantelan impunemente los últimos baluartes del Estado social ‒la educación y la salud‒ donde han visto una oportunidad de negocio y latrocinio.
Frente a la crisis, no han querido reescribir y corregir las rasgaduras del contrato social provocadas por el abuso del interés privado. Al contrario, tratan de equilibrar sus pérdidas a costa del interés público, de las víctimas de sus desmanes… Y les molestan sus escraches…
Muy al contrario, creo que hay que sorprenderse ante la paciencia y el pacifismo de nuestra sociedad. Que un dirigente de Bankia pueda ejercer como un ciudadano normal, que mantenga sus bienes, que pueda vivir plácidamente en España mientras miles de ciudadanos ha sido desposeídos de los ahorros de su vida por la estafa de las preferentes debería enorgullecernos.
Que los médicos y educadores se limiten a mareas blancas o de otros colores y sigan en el tajo debería conmovernos. Que los consejeros de las entidades bancarias puedan seguir de vacaciones en sus chalets sin ser importunados debería enternecernos. Que los funcionarios solo expresen su malestar con palabras cuando son expoliados e insultados debería emocionarnos.
Que una ministra se refiera al afán aventurero de nuestros jóvenes emigrantes y siga en su puesto debería asombrarnos. Que los seis millones de parados o desahuciados no hayan tomado el Parlamento al asalto y solo unos pocos se hayan suicidado silenciosamente debería estremecernos.
Jean Jacques Rousseau
Jean Jacques Rousseau.

TemorEl poder cree que podrá seguir impunemente en su pedestal, como siempre. Ahora se apoya en los medios de comunicación para generar temor, sirviéndose de la ignorancia que ha contribuido a difundir, aferrándose a la estupidez del pensamiento único, tratando de hacer creer que no hay más remedio que lo que propone. Ha puesto demasiada distancia entre el poder y la realidad y, como De Cospedal, ha perdido cualquier referencia para formular juicios razonables.
Tal vez lo más patético de la ejecución de Muhamar el Gadafi antes de recibir su tiro de gracia, ensangrentado, desorientado y acobardado, es que no entendía por qué el destino le reservaba un final tan ignominioso: “Pero ¿qué os he hecho?”, se preguntaba, ya perdida toda su fanfarronería. Habría debido escuchar y ver más, también los escraches. El miedo se pierde cuando ya no hay nada que perder, y el valor se recupera con la desesperación. Entonces nos bastará con que aparezca un nuevo Rousseau para ser testigos de una Revolución en pleno siglo XXI.
En algo tiene razón, pues, María Dolores de Cospedal: es posible que estas prácticas acaben por generar violencia.
En tal caso, el término “escrache” puede que empiece a utilizarse en el sentido que le atribuye directamente la Real Academia de la Lengua: “romper, destruir, aplastar”. Pero conviene recordar a la dirigente política que la ruptura del contrato social hace que esa violencia sea tan inevitable como legítima. Si la indignación se convierte en desesperación, el pueblo tomará La Bastilla.
La responsabilidad recaerá entonces en quienes destruyeron ese pacto social y no hicieron nada por reparar la fractura. Y los libros de historia así lo escribirán. ¿No cree usted?

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